Los gloriosos días de agosto se precipitaban a la sima de su ocaso
y los últimos rayos posaron en tierra trayéndote consigo.
Hijo del sol te consideré,
tu tez morena así lo demostraba
y con tu voz que el alma me templaba
en mi vida, por primera vez, me enamoré.
Salir a la calle se convertía en un musical;
dejabas una estela de notas al caminar
y envolviéndome con tu aura gris,
nos aislabas de las estáticas personas que nos observaban con envidia vil.
Las noches al raso se convertían en un juego de cartas:
diez sotas de ósculos
que subía a caballo por mi cuello
se disputaban por ser el rey de mis sueños.
Aquel día estival
acepté ser tu alma gemela.
Si tan joviales estábamos, ¿qué podría salir mal?
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