Llega
a casa por la noche cansado de trabajar. Es viernes, por delante un finde sin
planes. Deja las llaves en la entrada, tira el maletín a una esquina (ya lo
recogerá al día siguiente) y va ala cuarto a ponerse su mejor traje para
celebrar una noche especial, el pijama.
No se extrañaba de nada, tarde o temprano lo echarían del trabajo (“como si
fuera la primera vez” piensa) porque no resultaba productivo para la empresa. Estaba
acostumbrado a que le dieran la misma excusa desde hace unos años (“no les
necesito, ya habrá alguien que sepa valorar mi trabajo”).
Mientras abre el frigorífico y ve que está medio vacío, por detrás siente algo restregándose
contra su pierna. Mira hacia abajo y le dirige una mirada cansada al puñetero
gato de siempre (“hoy no hay cena así que te tendrás que joder como los
demás”).
Arrastrando los pies por la casa se acerca al reproductor de música y lo
enciende, sube el volumen para no oír el ruido
y la feliz y normal vida de los vecinos. Las notas de jazz flotan por el
aire y empieza a mover los pies al ritmo de los acordes, va hacia el mueble y
coge una botella. Coge después la pitillera y enciende un cigarro.
El humo asciende hasta el techo y perfuma el salón (“no necesito más compañía
que una buena botella y un paquete de
tabaco”). Llevaba una vida solitaria, no tenía amigos, apenas mantenía contacto
con su familia y de la última cita que tuvo ni se acordaba. Sus únicos amigos a
la hora de la cena eran una botella de JB y un paquete de Malboro, y así
sobrevivía a los fines de semana.
Danza mientras derrama el alcohol sobre el suelo y las cenizas van cayendo
hasta cubrirlo con una alfombra gris. Maldice por lo bajo aunque sabe que nadie
le oirá (“que les den a esos gilipollas trajeados”) ni siquiera él mismo;
su cerebro está harto de soportar la misma rutina día tras día, por las noches
ni puede hablar y cuando amanece ya se ha olvidado de las palabras que quería
gritar a un pobre borracho.
Llora, llora sentado en el suelo impotente por no ser capaz de solucionar nada
(“ya me lo decía mi padre, que era un inútil y no conseguiría nada en la vida,
¡mamón desgraciao!” escupe impregnando de desprecio cada palabra). Arroja el
vaso contra la pared que estalla en cientos de cristales afilados, afilados
como los cuchillos con los que la gente de su alrededor utilizaban para cortar
sus sueños.
Su meta en la vida era poder triunfar y ser reconocido en lo que se le daba
bien pero no bastaba para vivir y tenía que resignarse con un trabajo a donde
iba con cara de perro a sentarse en una silla y ver las horas pasar hasta el
momento de la salida mientras se amargaba con cada segundo que pasaba con el
culo pegado al asiento.
La música sigue sonando pero él ya se ha quedado dormido sobre el manto gris de
ceniza como cada noche. Por la mañana se despertaría con la garganta seca, un
dolor de cabeza insoportable y las mismas ganas de vivir como de llenar el
comedero del gato.
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